Tuve confianza en mis manos, porque adivinaba que tenían el poder de crear puentes mágicos hechos de ramas de hielo, de telas de araña, de barras de iremita, de hebras de nitroglicerina, de todo aquello que hace posible la comunicación universal.
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Tuve confianza en mis manos, porque adivinaba que tenían el poder de crear puentes mágicos hechos de ramas de hielo, de telas de araña, de barras de iremita, de hebras de nitroglicerina, de todo aquello que hace posible la comunicación universal.
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Aunque me fusilen las manos.
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Pero no es así que este hombre debe alcanzar la inmortalidad, no con el odio impersonal del ácido sobre la plancha, no con medidas materiales de espacio blanco encasillado en celdas de bordes cortantes y filos delgados de tinta negra sino suavemente, blandamente, manchando, acariciando el cabello de espuma vieja, las manos cruzadas sobre el pecho, la red algodonosa y polvorienta que lo abriga desde hace tanto tiempo.
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Cantaba todo el tiempo, lamiendo con voz de brea los zócalos y las paredes de losetas blancas de la cocina, derritiéndola sobre el fogón para después revolcarla entre las cenizas antes de enroscársela dentro de la boca otra vez.
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Como agua para chocolate