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Crítica de Guille63


Guille63
08 March 2023
"Si nuestro mundo fuera un mundo de verdad, habría templos donde Justine podría refugiarse y encontrar la paz que busca. Templos donde podría superar esa herencia que ha recibido; no esos malditos monasterios llenos de jovencitos católicos granujientos que han convertido sus órganos sexuales en asiento de bicicleta.”

Justine es una de las grandes novelas del pasado siglo, y preveo y deseo que lo sean también las tres restantes que con esta componen El cuarteto de Alejandría y con las que me deleitaré en una experiencia lectora que se convertirá para mí en algo muy especial por razones que no vienen al caso.

Las otras razones, las que sí vienen al caso, tienen todas que ver con el calor que emana de la novela, por la tristeza en que se trasmuta la pasión de sus personajes por causa de una vida incapaz de darles todo lo que de ella ambicionan. Personas que se dejan llevar por el deseo que, pasado el tiempo –la novela es un precioso ejercicio de nostalgia– lo revisten con el influjo del ambiente de pereza y decadencia que envuelve a la ciudad de Alejandría, una ciudad donde la sensualidad de un “paso lento de sandalias blancas” se mezcla con la tragedia de las elecciones imposibles, con la impotencia de no ser "ni bastante fuertes ni bastante malos para elegir", donde la sensualidad y el ascetismo se reconcilian de tal manera que hace de sus habitantes personas histéricas y extremistas pero también amantes incomparables.

El narrador, un escritor frustrado, arranca su relato evocando recuerdos y sensaciones en un orden puramente emocional con una prosa que recrea poéticamente, con cierto barroquismo y hasta cripticismo, paisajes, sentimientos, atmósferas y reflexiones filosóficas, con la esperanza de obtener el consuelo que precisa para continuar viviendo. Una vuelta al pasado que el narrador emprende confiando en enriquecer el recuerdo de sus dos amores trágicos, Melissa y Justine, y poder así transmutar su dolor en arte.

“El dolor mismo es el único elemento de la memoria; porque el placer termina en sí mismo”

Pronto la neblina de ese caos de escenas que nos envuelve y nos confunde en los primeros pasajes se va levantando para darnos paso a una esplendorosa Alejandría de principios del siglo pasado que el autor nos recrea magníficamente en sus olores y sonidos, en las luces y sombras de sus rincones, una ciudad que “impone a sus mujeres la voluptuosidad del dolor y no del placer, condenándolas a perseguir a aquellos a quienes menos quisieran encontrar.”

“En la época que conocí a Justine yo era casi un hombre feliz.”

En esta primera cara del prisma que conforma la novela que inicia El cuarteto de Alejandría, Justine, bella y conspicua hija del paisaje de su ciudad, aparece como una mujer fuerte, exigente, arrogante, que siente y lamenta que nadie haya podido amarla de verdad, una mujer que posee “esa independencia vertical propia de la actitud masculina”, que rinde culto al placer y consagra sus dones al amor sin parar mientes en el dolor que inflige a sus numerosos amantes a los que ama “tan bien y sin embargo tan poco”. Justine es una mujer amurallada tras una herida del pasado que necesita recrear una y otra vez para obtener la satisfacción que exige en su desenfrenada búsqueda sexual de aquel que consiga liberarla de su dolor. Este es el camino amoral que elige Justine en pos de ese algo que dé sentido a su existencia, un camino sin medida y recorrido con un hambre devoradora de conocimiento y sabiduría, un camino que en el fondo poco tenía que ver con el sexo y sí mucho con el anhelado encuentro con esos pocos seres que son nuestros complementarios en el mundo.

“Lo que me falta de corazón me sobra de alma. Y ahí está la raíz del mal”

Este camino emprendido por Justine sirve al amante-narrador-autor para regalarnos una geografía abrupta del amor, ese “incendio de dos almas empeñadas en crecer y manifestarse independientemente”, íntimamente relacionado demasiadas veces con el sentimiento de posesión, que debería estar más allá de orgullos o envidias, que debería darse indeliberadamente y sin esperar contrapartida alguna y que, sin embargo, es tan absoluto que toma o pierde todo, que es capaz de alimentarse de celos, que impide disfrutar de su objeto tal cual es, tan contradictorio que nos ata con la misma fuerza que nos impele a escapar, tan paradójico que la entrega sexual al otro puede ser la única forma de eludir el peligro de enamoramiento.

“Cuesta mucho luchar contra el deseo del corazón; todo lo que quiere obtener, lo compra al precio del alma”

Y junto al amor, la relación turbadora y tormentosa que con él ha tenido siempre el sexo, ese matrimonio que gusta tanto de los tríos con la moral, donde “las prohibiciones crean el deseo que pretenden curar” y que a menudo viene acompañada del sentimiento de culpa que solo en el castigo encuentra satisfacción. Así las cosas, Durrell se queja tanto del abandono del cuerpo que el sexo ha emprendido para establecerse en los dominios de la imaginación como de que le estemos quitando todo su sabor transformándolo en mero deporte sin alma.

“Me pregunto quién inventó el corazón humano. Dímelo, y muéstrame el lugar donde lo ahorcaron.”

Justine es una novela que requiere una lectura atenta y reflexiva, repleta de frases dignas de enmarcar y con la que se tiene siempre la sensación de no ser capaz de abarcarla en su totalidad. Será un placer volver a ella en un futuro para encontrar los rincones no visitados de esta soñada Alejandría de Durrell.
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