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Me interesa mucho el doble ejercicio entre El amante y El amante de la China del Norte. Donde, en el primero, todo eran veladuras, juegos traslúcidos y secretismo, en el segundo es transparencia, flechas que aciertan en el objetivo. En el primero Duras era joven e, imagino, había demasiada gente implicada aún viva. En el segundo, Duras ya es mayor, no le tiene que rendir cuentas a nadie. En El amante yo sentí la lectura como un sueño febril, de esos en los que no separas fantasía de realidad y te despiertas sudado y confuso pero, de manera un poco masoquista, con ganas de más, pese a la extenuación. En El amante de la China del Norte he rellenado todos esos huecos de dudas, he cerrado el círculo de esta historia. Revivir ese Vietnam colonial, ese calor pegajoso, esos monzones, ese Mekong, pero no ya desde la óptica del turista, sino desde la del habitante. Me parece difícil lograr lo que Duras consigue: una escritura directa pero sutil, clara pero llena de poesía. de frases cortas que a la vez son potentes y ligeras. Creo que esta historia (si bien tendrá añadidos irreales en pos de lo literario) afectó mucho a la autora, marcó su vida y su manera tan pasional de vivir el amor. Pero no sólo se habla del chino que le robó el corazón durante la adolescencia. También habla de una familia cuánto menos compleja. Y lo hace de una forma que ahora me urge leer Un dique contra el Pacífico, para saber más de ellos, de esa madre y esos hermanos. Me dejó plena y a la vez destrozada. Qué fuerte lo que haces, Marguerite Duras. |
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