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HERmione es una vorágine de palabras modernistas vomitadas sobre el papel, intercalada con momentos de una claridad cegadora. Leer la prosa de Hilda Doolittle es onírico, es como parpadear tanto que las letras se acaban emborronando sobre la superficie. Y, a pesar de ello, de alguna manera, lo que nos plantea se ve más real y tangible que muchas de las cosas a las que nos aferramos en nuestro día a día. HERmione es el diario que un sujeto delirante escribe, sus sueños febriles caracterizados por repeticiones elípticas e imágenes recurrentes en los que los límites entre ficción y autobiografía se difuminan. H.D., incluso en prosa, hace poesía, juega con las palabras, corre y juguetea con ellas sobre campos imaginativos de claroscuros. Las palabras nos pueden obsesionar, pueden ensombrecer o esclarecer la realidad, pueden encubrir la verdad o hacernos perder el sentido. La trama no se describe, sino que, como si fuéramos Alicia persiguiendo a un conejo blanco, nos sumergimos en ella a través de un agujero, que nos lleva al centro mismo de la conciencia de Hermione. Ella se desconecta cada vez más del sentido de las palabras y de su cadencia, y sus pensamientos se vuelven cada vez más poéticos a medida que el vínculo con el mundo concreto se pierde. Prueba las palabras, las ve y paladea, son su reino de existencia y tienen sobre ella un poder místico. Esta es la historia de varios meses en la vida de Hermione Gart, una joven de veinte años que se encuentra en un momento de fracaso y transición vital en el que reclama su identidad. Está dividida entre su novio George, basado en Ezra Pound, y Fayne. Alrededor de un argumento aparentemente sencillo, la autora despliega todo un arsenal de descripciones y menciones intertextuales a la mitología griega y a las obras de Shakespeare (que yo haya sabido identificar, pero seguro que me dejo muchas otras). Una novela inusual cuyo enfoque principal es el lenguaje. ¡No os la podéis perder! |
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