Su boca ascendió unos centímetros más para rozar la mía un instante, el suficiente para hacerme jadear de nuevo antes de contener la respiración y empezar a marearme. Después, me besó. No fue un beso cortés, tampoco desenfrenado. Pude sentir el esfuerzo de la contención en la postura de su cuerpo y en la tirantez de los músculos de su mandíbula. Era un beso profundo, cargado de intención, como una amenaza y, al mismo tiempo, pidiendo permiso
|