La hija

¿Qué dice nuestro nombre de nosotros mismos o nuestros orígenes? Es curioso como algo que se nos impone desde el nacimiento –elegido por otros– y que permanece con nosotros a lo largo de la vida tiene el poder de designarnos y participar de lo que somos. ¿Os acordáis del 'boom' de niñas llamadas Arya, Daenerys o Khaleesi a causa de “Juego de Tronos” de hace apenas unos años?

A Pauline Delabroy-Allard la acompañan no dos ni tres nombres, sino cuatro: “Jeanne, Jérôme, Ysé”, nombres que, como los ojos azules, el pelo ondulado o la miopía, se le asignaron al nacer. ¿Pero quiénes son o fueron los auténticos poseedores de esos nombres? Comienza así una historia existencial, en la que la autora interrogará a sus familiares, que la llevará a un viaje por sus recuerdos, pero también a París y Túnez, en un intento de conocer a esos otros que la hacen quien es. Así, la autora nos plantea la cuestión de nuestro ser: ¿soy más de uno? ¿Soy mis ancestros, mis amistades, mis ficciones? ¿Soy hija de, pareja de, madre de?

“La hija” se convierte en un tríptico para responder a las tres preguntas fundamentales que ya planteó Emmanuel Kant y con las que Pauline abordará cada uno de esas tres identidades a descifrar: “¿Qué puedo saber?”, para acercarse a Jeanne, la bisabuela de la que nadie habla; “¿Qué debo hacer?, para conocer a Jérôme, un misterioso amigo de sus padres; y “¿Qué puedo esperar?”, donde descubrirá a la enigmática Ysé, heroína de una obra teatral de Philippe Claudel.

Sin embargo, en medio de este mosaico a veces conmovedor pero que no me resulta del todo apasionante, la novela parece pasar de puntillas sobre uno de los temas más interesantes: la pérdida del hijo de la propia Pauline, el llamado como "día blanco"; ese momento en que la muerte le quitó también las palabras y en el que ella misma se dio cuenta de la importancia que tiene un nombre para determinar una existencia y preservarla, en cierta medida, de la muerte.
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