El ruletista

Para algunas cosas nací viejo.

Desde el primer cambio de pañal, cine, arte o literatura balcánica se reproducía en mi mente como el meconio.
Petróleo denso, irrespirable y pegajoso. Pura caca.

Pero un día, encuentro una buena crítica sobre el autor y uno de esos cables sueltos vuelve a hacer conexión en mi maltrecho cerebro, en un claro acto de insubordinación.

Con Márai la cosa no funcionó en mi primer y último encuentro (lo siento Pergamino, es lo que hay) y a Cartarescu (que los eruditos les pongan los acentos donde les plazca) me he acercado con cierto recelo.

La comunión ha sido desde la primera página. Cuando alguien escribe muy bien, mis venas automáticamente, primero se oxigenan y después mudan la sangre. Rejuvenezco y soy un sumiso de la palabra.

Mi mente se abre y acepta cualquier práctica, aun cuando esta muestre la sordidez en toda su escala.

Desde los barrios más bajos a las altas esferas de sedas, lentejuelas y champagne francés, nuestro ruletista contempla la misma decadencia antes de su desmayo.
Al menos con él dará algo de carnaza a un público ávido de muerte en directo.

La capacidad del rumano por sugerir en este relato es bien latente y va mucho más allá de la mala buena suerte de nuestro protagonista, que se reta a sí mismo hasta una muerte matemáticamente ineludible.

Excelente y morbosa historia donde reconozco, también he sido culpable de esperar con avaricia que la bala haga estallar la cabeza del ruletista y sus sesos esparcidos, reconclien probabilidad y ciencia.

La delgada línea que sustenta mi cordura es que mi subconsciente interpretó como ficción, la realidad que mi consciente contemplaba.

Pero incluso para aquellos que prefieren la lectura sin tantas divagaciones, el cuento sigue siendo francamente bueno.

Hasta en los balcanes encuentro excepciones a mis reglas.

Por razones obvias dejo sin aclarar el quid de la cuestión:

¿Ganará, perdiendo o perderá, ganando?

Un libro soberbio.