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Crítica de Ferrer


Ferrer
08 June 2019
Publicada por el sello español Minotauro en 2002 y reeditada posteriormente, la editorial Anagrama recupera Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos de Emmanuel Carrère, aunque con la misma traducción de Marcelo Tombetta. Estamos ante un ensayo biográfico sin erudición que flirtea con la ficción, carente de notas y citas, que bebe de las anteriores biografías sobre Dick puesto que incluye conversaciones, sueños, sentimientos y escenas domésticas, todo ello por medio de una prosa dotada de brío y de un parafraseo constante, con una capacidad para terminar los capítulos certeramente y para desbrozar las peculiaridades del obtuso pensamiento de Dick y las características de sus novelas. Una biografía novelada del autor de 36 novelas y 121 relatos, quien vivió entre el exceso y el tormento, un “toxicómano subversivo” que en la actualidad tiene una legión de seguidores en todo el mundo.
El prolífico Philip Kindred Kick (1928-1982) se autodenominó filósofo ficcionalista, comió carne de caballo por necesidad económica, encadenó un matrimonio tras otro, una pastilla tras otra, una lectura de Jung tras otra y vivió en una realidad que él creía paralela, pero que no era otra cosa que insatisfacción e infelicidad. Los lectores lo recuerdan por ser el creador literario de los blade runner, mitificados en el séptimo arte.
La madre de Dick era una consumada lectora, se separó de su marido, funcionario federal y ex combatiente, e inició estancia con su pequeño en Washington, donde no levantaron cabeza, y en California. Fue entonces cuando Dick desdeñó los deportes, el asma hizo acto de presencia y dio sus primeros pasos como lector y escritor (una continuación perdida de Los viajes de Gulliver, relatos deudores de Poe, un único número de su revista The Truth). Con 14 años, comenzaron los ataques de vértigo y de ansiedad y las visitas al psiquiatra, así como la reclusión en casa. Se emancipó de su madre, leyó a Joyce, Kafka, Pound y Camus, y se casó, aunque el matrimonio solo duró unas semanas. Orwell, Arendt, Dostoievski y, sobre todo, Jung irrumpieron en su vida. Jung le marcaría a fuego al manifestar que “comprendí que se deben aceptar los pensamientos que a uno se le ocurren como algo realmente existente, al margen de toda clasificación. Es verdad que las categorías de verdadero y falos existen constantemente, pero al mismo tiempo se muestran poco propicias, pues la presencia del pensamiento es más importante que su apreciación subjetiva.” Jung, mediante lo que llamó imaginación activa, convertía sus emociones en imágenes para así entender las fantasías emanadas de su interior y eso lo llevó a cabo Dick en su literatura.
El escritor (hoy olvidado) Anthony Boucher logró que Dick saliera de su encierro creativo, escribiera relatos y los publicase en revistas literarias, cobrando por ello. En 1953 publicó 30 cuentos y en 1955 su primera novela. al acabar dicha década, Dick contaba en su haber con siete novelas de ciencia ficción y otras ocho no adscritas a ese género, es decir, obras realistas rechazadas una y otra vez, lo cual le generó un poso de amargura.
Carrère desgrana que algunos de los textos de Dick ajustaban cuentas con los psiquiatras, esa profesión de la que Dick descreyó y desconfió, cual venganza literaria, así como detalla argumentos de obras poco conocidas y explica cómo Dick se deleitaba escribiendo escenas donde el personaje no es creído a pesar de su aplastante certeza, porque o bien todos lo saben menos el protagonista o bien nadie lo sabe excepto el protagonista. En Tiempo desarticulado (1959), el protagonista de la novela, Ragle Gumin, se asemeja demasiado a Dick y es que la vida de Dick fue el caldo de cultivo de su obra, según muestra Carrère, y sus historias son consecuencia de su experiencia, por muy absurda que sea (como el inexistente cordón que cuelga del baño y que da lugar al mundo alternativo y distorsionado de Ojo en el cielo). En Confesiones de un artista de mierda (1975) Dick describe una situación conyugal nada idílica pero demasiado similar a la que vivía por entonces, lo que le costó disgustos maritales y algunas dosis añadidas de un cóctel de pastillas “para su equilibrio” como ansiolíticos y anfetaminas.
El hombre en el castillo (1962) ganó el Premio Hugo y le marcó definitivamente la senda a Dick, escribir solo ciencia ficción. El disparatado proceso de creación y culminación de la galardonada novela adquiere sentido tras contarlo Carrère, aunque no indique si la obra fue un adelanto o un refinamiento técnico, si añadía un giro estilístico o jugaba astutamente con la sensibilidad del momento, si aumentaba o disminuía las menguadas reservas de inteligencia moral.
Carrère muestra la influencia que el concepto de mundo-tumba del psiquiatra suizo Ludwig Binswager tuvo en la obra Tiempo de Marte (1964). Tras esta novela llegaron los agobios económicos, que no se solucionaron en los siguientes años, a pesar de escribir diez novelas en dos años (las anfetaminas ayudaron bastante) y ya “se había hecho fama de extraño, drogata, paranoico y genial”, fama que él no desmentía quizá por culpa de una agorafobia sin remisión. Por entonces, “salvo en su trabajo, que además tenía que realizar deprisa, antes de sentirse disgustado por él, adolecía de una falta de coherencia de ideas casi patológica”, producto de sus lecturas desordenadas de la Biblia y de revistas pseudocientíficas. Cuando se publicó Los tres estigmas de Palmer Eldwitch (1965), Dick se alzó como una “autoridad psicodélica”. Eran los años del ácido, del LSD y Carrère narra la experiencia de Dick con la ingesta de ácido. Dick vivía “trocando su rango de genio sombrío por el de chiflado pintoresco” y, en 1965, año de efervescencia de la inteligencia artificial, el escritor descubrió a Alan Turing e ideó el blade runner de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), un thriller de ciencia-ficción que es un “tratado de teología cibernética decididamente vertiginoso”. Dick se debatía entre un “apasionado deseo de empatía y fuertes tendencias paranoicas”, que calmaba con la escritura, y “parecía haberse convertido en una especie de gurú bonachón, entregado a las drogas psicodélicas para verificar sus hipótesis teológicas.”
Después vendría su etapa en el centro de desintoxicación canadiense X-Kalay, Una mirada a la oscuridad, su obsesión por Nixon, su hijo Christopher, así como la consumación de una paranoia “proclive a confundir el mundo real con el de sus libros”, algo que no era una sorpresa para su vecinos de Fullerton, ya que todos “sabían que Phil vivía en un estado de crisis permanente, que creaba alrededor de su persona la atmósfera de sus libros, cuyos protagonistas se creen perseguidos por enemigos invisibles”. La dimisión de Nixon le señaló el camino hacia la escritura de la continuación de El hombre en el castillo y a ello dedicó los últimos ocho años de su vida. Ocho mil páginas de cavilaciones nocturnas con la separación de Tessa y un intento de suicidio como intermedio. El hombre que quiso ser el “Cristóbal Colón de los mundos paralelos” concluyó su trayectoria literaria con La transformación de Timothy Archer, en lo que es una “aceptación desencantada de la absurda, compleja y maravillosa idiotez del mundo.”
Estamos ante un libro que hará las delicias de los seguidores de Dick, pero que no logra atraer hacia su literatura a lectores no iniciados en el peculiar mundo del autor estadounidense.
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