El camino del tabaco

Volver de vez en cuando al gótico sureño es para mí una necesidad. Voy anotando títulos indispensables y van llegando a mi biblioteca, donde siempre encajan a la perfección, y cuando los necesito acudo a ellos. Con el libro de Caldwell regreso a esas tierras capaces de sacar lo peor del ser humano, en las que la esperanza ya no se conoce, ni siquiera se sueña, y en las que la mezquindad es el estado natural para algunas personas.

La próspera ruta del tabaco, en la que las plantaciones de algodón fueron el sustento de numerosas familias, ha perdido su esplendor. La mayoría de ellas ha buscado una salida en el mundo industrial, migrando a las ciudades más grandes para buscar empleo en las hilanderías. Sin embargo, en una gran propiedad de los campos de Georgia, Jeeter Lester se resiste a aceptar ese cambio, siente el trabajo de la tierra marcado en sus huesos y no hay nada más que ocupe su mente: cultivar algodón una vez más en esas tierras que hace años dieron tanta riqueza. Junto a él viven su mujer Ada, su madre y los dos únicos hijos que no se alejado aún de allí, Dude y Ellie May.

La pobreza ya no es pobreza, es miseria, y con ella ha llegado la deshumanización. El hambre, la degradación moral y la desidia llenan los días en la propiedad de los Lester: mascar tabaco para engañar al estómago, recoger leña que no arde, intentar recordar el nombre de hijos que se fueron para siempre y mirar al horizonte soñando proyectos irrealizables.

Cuando se publicó en 1932 fue duramente criticada en los estados del sur, donde consideraron al autor un traidor por reflejar una realidad tan poco amable, la de los estragos de la Gran Depresión. No sólo eso, sino que la silenciaron durante años. Sin embargo, en otras partes del país tuvo gran repercusión, hasta el punto de realizar una versión cinematográfica y otra teatral que se mantuvo en escena durante casi ocho años.

No es un libro que deje indiferente, es tristemente humano y real. Y es seco y duro, ni más ni menos como la ruta del tabaco.