Suelten a los perros

Recubiertos con un material flexible, una portada poco cuidada, reposan las letras de Luis Jorge Boone. En conjunto, algunos cuentos opacan a otros. Son estas narraciones que destacan las que exigen una portada que invite a su lectura. del mismo modo que se crearon con intención, es esta intención creadora la que debiese procurar la portada. Así como el escritor juega dentro de esas cubiertas, también se debiese jugar en ellas; así como las palabras juegan en las hojas, el libro en sí mismo debiese ser una incitación a jugar en los terrenos (no tan) ficticios del escritor.


A pesar de suceder en una región bien delimitada al norte de México, esto no es un impedimento para captar el interés de los posibles lectores, sino una propuesta a una vivencia cultural que otras regiones del país, o del mundo, no tienen acceso. Cuentos que comparten una cotidianidad moderna, una que carece del paso del tiempo y la exaltación que trae consigo; son estos los relatos entre dos personas que habitan y comparten una misma época.


El uso de un lenguaje coloquial y sencillo logra un relato familiar de situaciones trágicas pero comunes, es decir, potenciales para cualquier humano. Situaciones lastimosas hasta donde los protagonistas, el autor y los lectores lo permiten. Además, las nuevas palabras que la tecnología trae consigo, naturales a los lectores jóvenes, enriquecen la lectura para todo el público una vez conocido su significado. Allanan la narración, la despoja de ornamentos, ofreciendo una platica de tú a tú.


Si estos vocablos ya son puntos distintivos, a ellos se suma el uso de groserías. El autor es capaz de evitar caer en un uso desproporcionado, ese característico del cine nacional de los últimos años, que opaca la transmisión efectiva de un mensaje y que pocas personas consiguen utilizar con ingenio. Más difícil aún, Boone logra usar el humor a su favor. Son altas las probabilidades de que los lectores suelten involuntariamente una risa franca, como la de un amigo mientras narra alguna anécdota durante una fiesta familiar, acompañada de un meneo negativo de la cabeza cuando escuchamos una pena contada con gracia y ya sin dolor.


Así, es posible enmarcar un fragmento de Monclova sin caer en cursilerías o sentimientos de pena por la lejanía, la ausencia, la privación o la perdida de algo querido, sino el sentir de algo presente y vivo, como cualquier lugar conocido al que se le preste atención.


La brevedad de este trabajo sólo deja un deseo, similar al hambre o la sed, por hallar más historias de Boone.