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Crítica de Guille63


Guille63
07 March 2023
“Evitamos a los marcados por la muerte y también yo cedí a esa bajeza. En los últimos meses de su vida evité a mi amigo de una forma totalmente consciente, por un bajo instinto de conservación, lo que no me perdono.”

«El sobrino de Wittgenstein» es una novela triste, divertida, dura y maravillosa, desde ya una de mis preferidas del autor, un canto amargo a la amistad que, no obstante, no evita que, en el fondo, estemos solos, especialmente en la locura, en la enfermedad y en la muerte.

“… en el punto culminante de mi desesperación… apareció Paul.”

… Wittgenstein, Paul Wittgenstein ¿y quién fue Paul Wittgenstein? Un miembro de las familias austriacas de más rancio abolengo dedicada desde siempre a la fabricación de armas y máquinas y a la que Paul describía como un museo inagotable de curiosidades católico-judíonacionalsocialistas, pero que, como Bernhard dice socarronamente, también produjo a Ludwig y a Paul, su sobrino, que, según el autor, era un filósofo a la altura de su tío, aunque nada publicó ni se le llegó a conocer trabajo alguno; un experto musicólogo y amante de la ópera capaz de recorrer el mundo tras una cantante, piloto de carreras, asiduo de bares y cafés nocturnos de toda Europa, gran seductor y gigoló ocasional; un derrochador que “arrojó su dinero a los supuestamente miserables y dignos de compasión hasta que no tuvo nada” para luego malvivir bajo la miserable generosidad de su familia; un demente desde los 35 años y un gran amigo.

Su amistad se fundamentaba, gustos artísticos aparte, en las muchas obsesiones que compartían. Ninguno se soportaba a sí mismo ni al mundo y solo querían estar allá donde no estaban.

“…sólo sentado en el coche, entre el lugar que acabo de dejar y el otro al que me dirijo, soy feliz… soy el más infeliz de los recién llegados que puede imaginarse, llegue adonde llegue, en cuanto llego, soy infeliz. Soy de esas personas que, en el fondo, no soportan ningún lugar del mundo y sólo son felices entre los lugares de donde se marchan o a los que van.”

Ambos se enfrentaron a su entorno y fueron derribados; ambos estaban enfermos, ambos poseían una “riqueza mental” que les superaba y aislaba; a ambos les gustaba sentarse en los cafés a contemplar a la gente que por allí pasaba y acusarles de los más ridículos delitos, acusaban al mundo entero y lo acusaban a fondo; también esas gentes que pasaban podían ser de lo más sugerentes:

“… no era raro que fuera sencillamente una persona totalmente corriente, que bebía su café, la que nos llevara a Schopenhauer, o que una señora que devoraba grandes pedazos de pastel de hojaldre con su mal educado nieto, por ejemplo, nos hiciera convertir a los bufones de Velázquez del Prado en centro de una conversación que, llegado el caso, podía durar horas.”

Los dos tenían la “enfermedad de la enumeración” que, por ejemplo, mientras viajaban en tranvía les obligaba a contar de forma compulsiva las ventanas o las puertas que iban viendo. También compartían la obsesión de no pisar las baldosas sobre las que caminaban si no era mediante un sistema previamente establecido e imposible de transgredir.

“He odiado siempre los cafés vieneses y he entrado una y otra vez en esos cafés vieneses odiados por mí, los he visitado a diario, porque, aunque siempre he odiado los cafés vieneses, y precisamente porque los he odiado siempre, he sufrido siempre en Viena la enfermedad del habitual del café, y he padecido esa enfermedad del habitual del café más que cualquier otra. Y, para ser sincero, todavía hoy padezco esa enfermedad del habitual del café, porque se ha descubierto que esa enfermedad del habitual del café es la más incurable de todas mis enfermedades.”

Paul salvó a Thomas de sí mismo y del mundo literario, “el más abominable de todos los mundos”; uno de los pocos que se atrevía a decirle siempre la verdad y que permaneció a su lado durante la escandalosa entrega del premio nacional de literatura, uno de los pasajes más hilarantes de la novela junto a la búsqueda infructuosa que ambos realizaron de una revista que contenía un artículo sobre Mozart que sintieron la necesidad imperiosa de leer y para lo cual recorrieron más de 350 km entre distintos destinos, o como la ceremonia de concesión del premio Grillparze.

“…un premio se lo entregan a uno siempre sólo personas incompetentes, que quieren defecar en la cabeza de uno y que defecan abundantemente en la cabeza de uno si se acepta su premio. Y están en su perfecto derecho de defecar en la cabeza de uno, que es tan abyecto y tan bajo como para aceptar su premio.”

Y sin embargo, se fue alejando de su amigo con los años, carecía del valor para visitarlo en su cercanía a la muerte, de la misma forma que evitaba la naturaleza en la que siempre veía la maldad e implacabilidad con su propio cuerpo y su propia alma, de la misma forma en la que rehusaba estar con sus iguales porque era como estar consigo mismo, al que no soportaba.

“Doscientos amigos asistirán a mi entierro y tú tendrás que pronunciar un discurso ante mi tumba.”

Valga la novela como el discurso que nunca pronunció en el entierro de su amigo, al que únicamente asistieron ocho o nueve personas y ninguna de ellas fue Thomas Bernhard.
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