J. J. Sánchez y la turbulenta travesía del alacrán

Tal vez de verdad había sido todo eso muy inútil; me imaginé a mi mismo regresando a la ciudad sin haber logrado nada. Eso iba a ser muy vergonzoso. Y la vergüenza con el mundo entero me la podía aguantar, pero no la que me iba a dar conmigo, porque a veces nadie es tan estricto y tan sangrón conmigo como yo mismo.

Mi Bisa estaba encantada de enseñarle a leer al Mé. Porque aunque mi Bisa es supermoderna, tiene el pelo morado, maneja un vocho achaparrado y se emborracha con sus amigas todos los martes jugando pókar, a veces se aburre. Y como lo que más puede detestar en esta vida es entretenerse tejiendo o haciendo cosas que parezcan de abuelita, pues le venía muy bien dedicar dos tardes a la semana a enseñar a leer a mi amigo.

La Bombonita prometió escoger alguno gordo pero ligero, que eran las dos características importansísimas que debía tener un libro que uno se iba a llevar de viaje

Esto último no me importaba mucho, pero también era una duda. Y cuando uno tiene tantas preguntas y tan pocas respuestas, lo más común es decir que todo es culpa del destino.

Pero yo no quería pensar en mis amigos y en mis enemigos de la escuela en ese momento. Mi peor enemigo entonces era el destino, que es una frase supercursi que Diana usa cuando tiene problema amorosos.