El hilo dorado

Para Francia, 1940 fue el año de la rendición, el miedo y la ira; el amargo aperitivo de la época oscura que estaba por llegar. Pero aquella soleada mañana de junio, los habitantes de Abrigny, un pequeño pueblo en pleno valle del Loira, todavía vivían en la inocencia, aún eran capaces de sonreír y de mirarse a la cara unos a otros, ignorantes del hecho de que todo lo que conocían, todo lo que amaban, estaba a punto de estallar en pedazos.

—La guerra puso nuestro mundo patas arriba —continuó—. Pasamos de ser adolescentes normales, con nuestros sueños y anhelos, a vivir en un mundo en el que ni siquiera tenías garantizado tu siguiente latido. Tu abuela, y otros como ella, quisieron convertirse en héroes, pero la mayoría de nosotros solo queríamos sobrevivir.

Los jóvenes creen que todo es o negro o tan blanco como este azúcar. Los que ya somos viejos sabemos que es casi imposible llegar a nuestra edad con la conciencia inmaculada como las enaguas de una doncella.

—«La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que sí se conocen pero que no se masacran» —citó.
—Paul Valéry —dijo Margot, impresionada a su pesar—. Nunca hubiera imaginado que conocieses al gran poeta francés.

Los secretos son unos traidores. Al igual que los topos, sienten inclinación por desaparecer bajo tierra pero incluso ellos deben salir de vez en cuando a respirar a la superficie.

«Dadle poder a un necio y se convertirá en prepotencia», pensó.

—Debe ser muy difícil para vosotros el haber presenciado la rendición de vuestro país. Todos deseamos que la guerra termine cuanto antes.
—Lo que yo más deseo es que llegue el día en que podamos volver a mirarnos los unos a los otros sin vergüenza —murmuró Violette. Uwe no respondió. La miró con tristeza y con algo parecido al respeto en sus ojos.

Y ninguna de las gemelas reparó en que su madre había muerto un poco la noche anterior, en que la guerra se había cobrado otro trozo de ella.

Habían sido las Navidades más tristes de su vida. El invierno se había presentado de repente, como un puñetazo en pleno rostro. Las cosechas se helaron, los campos se convirtieron en páramos tristes y las manos y los pies se llenaron de sabañones.

A menudo un nombre no es más que una etiqueta, nuestro código de barras particular. Otras veces es mucho más que eso.