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Crítica de WSinclair


WSinclair
22 September 2021
Pocas sensaciones conozco yo más terribles que la de sentir que la vida está vacía, que es absurda y sin sentido. Los domingos uno se pone a pensar porque tiene tiempo para ello, y piensa en cómo se va deslizando la vida, mecánicamente, cada semana, cada mes, cada año…, con la única pretensión de prolongarse en el tiempo. La desazón nihilista puede desesperar a quien no se siente parte del mundo; y esto ocurre, con más frecuencia, en las ciudades, donde el ser humano ha perdido los vínculos con la tierra, no es dueño de su trabajo ni de los frutos de este, y debe elegir entre vender su vida para no pasar hambre o ser libre, pero hambriento. Cuando uno no quiere ser un esclavo del sistema productivo, pero tampoco quiere mendigar…, ¿qué salvación queda en la ciudad? Pues me temo que ninguna, como no sea alistarse en algún grupo terrorista, como defendería con gusto más de un personaje del sabio Jorge Morcillo.

La lucha por la vida, de Pío Baroja, explora esta ambivalencia, la del muchacho humilde que no nace rico y que necesita dinero para vivir, sea trabajando a destajo para dormir bajo techo, sea pidiendo limosna y pasando hambre para dormir al raso. Sea como sea, Manuel, el protagonista de la trilogía, no quiere una ni otra cosa, y de ahí sus constantes vacilaciones y búsquedas: un sentido de la dignidad personal (del que él, por cierto, no es demasiado consciente) le aleja del trabajo asalariado, pero también de la vida del trapicheo y del hampa. Manuel quiere, simplemente, vivir, y no sobrevivir: su lucha por la vida no es la del que busca enriquecerse ni alcanzar el poder y la fama, sino, simplemente, la del individuo que se opone al hambre y al exilio interior, y que busca pasar el tiempo de la forma más tranquila posible. Y por eso no encaja en su mundo, o sea, Madrid: porque el mundo de las ciudades es el mundo del exilio interior para aquellos que nacen pobres y mantienen un mínimo sentido de la dignidad personal. Cualquiera que viva en una ciudad y necesite ganarse el jornal para vivir, pero a la vez quiera conservar su dignidad personal en el intento, las va a pasar canutas y se va a quedar muy confundido, porque en la ciudad un hombre honrado no es más que un esclavo de las patronales que lo explotan y del Estado que lo saquea. Es por este motivo, entre otros, por el que La lucha por la vida sigue siendo una lectura tan enjundiosa a más de cien años desde que fuera publicada.

El estilo de Baroja puede resultar algo chocante al principio, sobre todo si se lo compara con sus coetáneos, a cuál más esteta (piénsese en el florido Valle-Inclán, en el pulcrísimo Azorín o en el denso y grave Unamuno); pero uno acaba admirando ese lenguaje en cierta forma folletinesco, bajo cuya superficie, tan sencilla y coloquial que parece, da la sensación de que se agita algo más misterioso y tremendo: acaso la naturaleza humana, esa “esencia” que, cuanto más tratamos de describir y aprehender, más se nos escapa de las manos. Y quizá por eso mismo sea el estilo de Baroja el más adecuado para hacernos una idea cabal de lo que supone ser humano en una ciudad; o, dicho de otra forma: quizá por eso el escritor vasco es un retratista privilegiado de la condición humana occidental: porque no intenta capturarla, no pone su prosa al servicio de ninguna cátedra ni trata de convencernos de lo cruda, absurda e irreal que puede ser la vida humana puesta al límite. No. Ninguna de esas “grandes palabras”, tan rimbombantes y de tan elevado tono, tiene cabida en la trilogía de Baroja. Sin nombrarlo explícitamente, y ni siquiera tangencialmente, Baroja nos habla de lo insondable a partir de personajes y acciones, de lo tremendo a través de ambientes y callejas. No hay más que lo real, sin los adornos de la emoción ni lo grandilocuente de la poesía: Baroja es un observador que toma nota de lo inabarcable y ordena lo caótico del mundo “moderno”. Su afán no es el del esteta, sino el del testigo.

Son tan abundantes los personajes —muchos de los cuales no vuelven a aparecer tras su “minuto de oro”, que puede ser una descripción, un diálogo, una referencia indirecta…—, es tan trepidante la acción, son tan lacónicos los diálogos…, y, en general, es tanta la sensación de “agradable desorden”, que uno no sabe por dónde empezar a reflexionar sobre la lectura. Me viene a la cabeza “Madrid”, que es el encuadre de la obra; pero también “Manuel”, que es el protagonista; o “anarquía”, que es la idea sobre la que pivota el tercer libro; y, sin embargo, tanto “Madrid” como “Manuel” como “anarquía” se me quedan pequeños y creo que no hacen justicia a la trilogía, que es mucho más universal que “Madrid”, mucho más amplia que “Manuel” y mucho más profunda que “anarquía”.

La lucha por la vida es un humus humano en que las relaciones sociales están imbricadas en mil direcciones. Ya no las personalidades concretas, sino el azar y la espontaneidad propias de la naturaleza me parecen los verdaderos protagonistas de esta obra, siendo Manuel, la Salvadora o Roberto —por decir algunos de los personajes más carismáticos— unos meros antagonistas, luchadores por la vida en un medio hostil y marchito, de muerte y derrota omnipresentes. La voluntad de los más férreos personajes o el desamparo de los más castigados, vistos desde un ojo de águila indiferente a los afanes y padecimientos de nuestra especie, se alejan de todo heroísmo y toda tragedia, y se tornan insignificantes, absurdos, contingentes: la lucha por la vida no es más que la ley de conservación orgánica propia de nuestra condición, que cada cual lleva como sabe y como puede. No hay más. Todo es naturaleza, y lo demás nos lo hemos inventado porque, al fin y al cabo, el ser humano no quiere —no queremos— ser como el animal.

Detrás del retrato del Madrid de principios de siglo se oculta lo tremendo y terrible de todo el mundo occidental. Y es que, cuando uno va al campo, o al bosque, o al mar, y reflexiona sobre la cadena trófica, se da cuenta de que las ciudades no son tan diferentes. Ahí estamos: luchando por la vida tras haber perdido los vínculos con ella. Sobreviviendo en las ciudades, tal y como hacen —así diría Emilio Picón— los humanimales.
Enlace: https://dariomendezsalcedo.w..
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