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Crítica de EntreLibros


EntreLibros
15 April 2024
Hay acontecimientos que forman parte no sólo de la memoria personal de las víctimas sino de la memoria colectiva de todo un país. Bien es cierto que la contundencia y el impacto de lo acontecido termina siendo perdurable en lo individual, mientras que en la colectividad se va aposentando una gruesa pátina de olvido generada por tragedias sucesivas.

Así, nadie de los que recibieron la noticia de la muerte de 50 niños de entre 5 y 6 años, dos profesores y la cocinera del colegio Marcelino Ugalde de Ortuella, Vizcaya, ese fatídico 23 de octubre de 1980, pudo escapar a la conmoción y la consternación que provoca, aún hoy, la brutalidad de la noticia. Una explosión de gas propano bajo varias de las aulas de primero de EGB, provocaba una tragedia que permanece en la memoria de los contemporáneos más de cuatro décadas después.

Este es el punto de partida de esta novela, una ficción basada en hechos reales, que Aramburu siempre tuvo en la memoria, acentuada, si cabe, por su larga trayectoria como profesor de alumnos de primaria. Y lo hace para que forme parte de su serie "Gentes vascas", historias de personas corrientes que no hacen historia.

No pretende Aramburu recrear lo sucedido aquél 23 de octubre, no es historiógrafo, tampoco un cronista de la realidad. Como decía, este acontecimiento es sólo el punto de partida para hablar, desde la ficción, de la familia de "el Nuco", uno de los niños fallecidos en el accidente; del derrumbe emocional de las víctimas colaterales, de su dolor, de la pérdida, del duelo, de su evolución... de las formas diferentes de afrontar la tragedia para poder seguir reconstruyendo sus vidas o sobrevivir al presente que les hace tambalearse a las doce menos un minuto de un día cualquiera y rutinario, al término del recreo escolar.

Para ello, Fernando Aramburu construye tres personajes: Nicasio, el abuelo, y Mariaje y José Miguel, los padres. La narración fluye de forma sobria, muy contenida, escasamente adjetivada. Sobra caer en los excesos emocionales y sensibles, tampoco descripciones, sería más fácil, que ya pondrá cada lector con su lectura. No hay palabras que, por otro lado, sólo podrían acentúar el dolor latente en los que aún sobreviven.

Recurre, además, Aramburu a un ejercicio metaliterario, a través de un recurso que no es la primera vez que utiliza, aunque nunca de forma tan explícita: la personificación del propio texto, que se dirige al lector, que lo interpela, que reniega, a veces, de algunas decisiones del autor; que desvela, el muy traidor, cambios en su redacción, la eliminación de ciertos pasajes, hasta llegar a revelarnos las costuras de la obra. Estas aseveraciones del propio texto, muy breves, que encontraremos en cursiva intercalados en la historia, suponen confesiones al lector, muy efectivas, puede que también efectistas, pero que no rompen el ritmo narrativo ni aunque, a priori, pudiera parecerlo y que permiten entender algunas decisiones del autor, también sus dudas, al enfrentarse a la forma de escribir la historia.

Es una novela corta pero redonda en su desarrollo y en la construcción de personajes. Sobre todo, en mi opinión, el de Nicasio, un abuelo maravilloso que le da la mano a la locura... aunque visite cada jueves el cementerio de Ortuella.

#EntreLibros







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