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Donde siempre es otoño de Ángeles Ibirika
Pero ya era tarde para disimulos. Para entonces, Ian ya había comprendido el origen de su conversación atropellada y de sus silencios, de sus disimuladas miradas y de sus ojos huidizos, de sus sonrojos. Solía ser más rápido en diferenciar la admiración que causaba el escritor del deseo puramente carnal que provocaba el hombre. Pero las circunstancias en las que la había conocido fueron tan desconcertantes como lo era ella misma y eso había bloqueado su parte seductora y canalla, que ahora despertaba. Esa parte que disfrutaba ante el desafío de conseguir a cualquier mujer que le apeteciera y gozaba de cada segundo de refinado cortejo con el que iba deshaciendo las defensas femeninas, aun cuando la presa escogida se le resistiera hasta el último momento. Porque, si la culminación de llevarse a la cama a la mujer codiciada era grandiosa, saborear ese placer de la anticipación mientras iba ganándosela con sutileza era algo que excitaba sus sentidos.
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