Nuestra Señora de París de Victor Hugo
(…) pues, en aquellos momentos, Quasimodo mostraba en realidad una belleza especial. Se mostraba hermoso. Aquel huérfano, aquel niño abandonado, aquel deshecho se sentía augusto y fuerte y miraba a la cara, a esa sociedad de la que se sentía apartado y en la que él estaba ahora influyendo tan poderosamente; miraba de frente a esa justicia humana a la que él había arrancado su presa, a todos esos tigres, obligados a morder en el vacío, a los verdugos y a todas aquellas fuerzas del rey a las que, con la fuerza de Dios, acababa de aplastar él, el más despreciable de todos.
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