EN LA DIESTRA DE DIOS PADRE de Tomas Carrasquilla
No había en el pueblo quién no conociera a Peralta por sus muchas caridades: él lavaba los llaguientos; él asistía a los enfermos; él enterraba los muertos; se quitaba el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos a los pobres; y por eso era que estaba en la pura inopia; y a la hermana se la llevaba el diablo con todos los limosneros y leprosos que Peralta mantenía en la casa. ¿Qué te ganás, hombre de Dios? —le decía la hermana— con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás jartando y vistiendo a tanto perezoso y holgazán? Casáte, hombre, casáte pa que tengás hijos a quién mantener. —Cálle la boca, hermanita, y no diga disparates. Yo no necesito de hijos, ni de mujer, ni de nadie, porque tengo mi prójimo a quién servir. Mi familia son los prójimos... Estaba un día Peralta solo en grima en la dichosa casa, haciendo los montoncitos de plata para repartir, cuando, ¡tun, tun!, en la puerta. Fue a abrir y ¡mi amo de mi vida!, ¡qué escarramán tan horrible! ¡Era la Muerte, que venía por él! Traía la güesamenta muy lavada, y en la mano derecha la desjarretadera encabada en un palo negro muy largo, y tan brillosa y cortadora que se enfriaba uno hasta el cuajo de ver aquello. Traía en la otra mano un manojito de pelos que parecían hebritas de bayeta, para probar el filo de la herramienta. Cada rato sacaba un pelo y lo cortaba en el aire. —Vengo por vos —le dijo a Peralta—. —Bueno, —le contestó éste—, pero tenés que darme un placito pa confesarme y hacer testamento. —Con tal que no sea mucho —contestó la Muerte de mal humor —porque ando de afán. —Date por ai una güeltecita, —le dijo Peralta— mientras yo me arreglo; si te parece, entretenéte aquí viendo el pueblo que tiene muy bonita divisa. Mirá aquel aguacatillo tan alto; trepáte a él pa que divisés a tu gusto. La Muerte, que es muy ágil, dio un brinco y se montó en una horqueta del aguacatillo; se echó la desjarretadera al hombro y se puso a divisar. Dáte descanso, viejita, hasta que a yo me dé la gana —le dijo Peralta—, que ni Cristo con toda su pionada te baja de esa horqueta. Peralta cerró la puerta, y tomó el tole de siempre. Pasaban las semanas, y pasaban los meses, y pasó un año. Vinieron las virgüelas castellanas; vino el sarampión y la tos ferina; vino la culebrilla, y el dolor de costao, y el descenso y el tabardillo, y nadie se moría. Vinieron las pestes en toítos los animales: pues, tampoco se murieron... |