El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes de Tatiana Tibuleac
Quería poder morir con sencillez, con comodidad, deprisa. Quería que la muerte se doblegara a mi voluntad, poder invocarla en cada segundo sin esfuerzo y sin costes. Ello habría sido posible si la muerte hubiera sido inventada por alguien con más discernimiento, alguien que no la hubiera protegido tanto, sino que la hubiera reducido a una simple función. Un tercer ojo, una tercera sien, un corazón a la derecha que desconectaran unilateralmente los cuerpos inútiles en caso de necesidad.
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