Stephen Graham Jones

—Aquel sitio, sí… Está encantado, tío, ¿no lo sabías? Ni siquiera los ciervos van ya por allí. Seguro que se cuentan historias alrededor de la fogata, ¿eh? Sobre lo que pasó ese día. Joder, para ellos debemos ser como leyendas, tío. Los cuatro hombres del saco…, los cuatro carniceros del lago Duck.

¿Por qué ahora? ¿Por qué ha tardado tanto tiempo esta cierva, si es que es una cierva, para venir a por él? ¿Habrá esperado a que él organice su vida, a que se rodee de personas y cosas que aprecia, para poder arrebatárselo todo como hizo él con su cría?

Así son las historias de los hombres lobos.
Siempre carentes de pruebas. En perpetua fluctuación, retorciéndose sobre sí mismas; mordiéndose ellas solas el estómago para escupir el veneno.

—No es mal lobo —añadió, sacudiendo la cabeza despacio —. Eso es verdad. Pero los lobos buenos no siempre son buenas personas. Grábatelo.

Ser hombre lobo es como jugar a la ruleta rusa, que diría Darren. Es despertarse cada mañana con esa pistola apoyada en la cien.

Si el único indio bueno es el indio muerto, ella va a ser la peor india del mundo.