Ciudad muerta: 55 de Shane Stevens
Todos debían morir o por lo menos alguien necesitaba que muriesen. Diferentes caras, diferentes nombres, diferentes ciudades, pero todos ellos tenían una cosa en común. Todos se habían interpuesto en el camino de alguien. Al margen de cuál fuese su pecado —traición o avaricia—, tenían que ser aniquilados. La traición era antianura y debía ser castiga-da. La avaricia era natural y debía ser contenida. A menos, claro está, que la avaricia fuese por parte de quien ordenaba el asesinato. En tal caso, la victima era culpable de la tercera y última clase de pecado: seguir respirando. |