Capitanes intrépidos de Rudyard Kipling
empezó a comprender y a gozar del coro seco de las crestas de las olas al caer con un sonido de desgarro incesante; las prisas del viento viajando por espacios abiertos al conducir el rebaño de sombrías nubes azul púrpura; los espléndidos despliegues de rojo del sol al amanecer; las nieblas matinales doblándose y plegándose, manto tras manto, para retirarse sobre los suelos blancos; el resplandor salado y ardiente del mediodía; el beso de la lluvia al caer sobre una llanura de miles y miles de millas cuadradas; la fría oscuridad que se adueñaba de todo cuando los días llegaban a su fin; y los millones de pliegues del mar bajo la luz de la luna, cuando el botalón birlaba estrellas bajitas y Harvey iba a pedirle una rosquilla al cocinero.
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