Sangre turbia de Robert Galbraith
Satchwell iba señalando todos los lugares que le parecía interesante contemplar. Era de esos hombres que necesitan tocar una y otra vez: le daba palmaditas en el brazo para llamarle la atención sobre algo, la cogía por el codo para cruzar la calle, y, en general, adoptaba una actitud dominante hacia ella mientras caminaban juntos hacia Smith Street. ¿Le importa? Preguntó Sattchwell cuando llegaron a la altura de una tienda de material de bellas artes con el rótulo «PICTURESQUE». Sin esperar a que Robin le contestara, la hizo entrar y, mientras escogía óleos y pinceles, comenzó a hablar con prepotencia de las últimas tendencias del arte y de lo estúpidos que eran los críticos. «Jo, Margot…», pensó Robin, pero entonces se imaginó a Margot Bamborough juzgándola a ella por su relación con Matthew, que tenía una interminable reserva de anécdotas sobre sus logros deportivos y soltaba unos discursos cada vez más pretenciosos sobre primas y amenos de sueldo, y se avergonzó de sí misma. |