Salome de O. Wilde
Pues bien, Iokanaán, yo vivo aún, pero tú has muerto y tu cabeza me pertenece. Puedo hacer lo con ella lo que quiera. Puedo arrojarla a los perros o hacer que sirva de pasto a las aves. Las aves devorarán lo que hayan dejado los perros...¡Ah! ¡Iokanaán! Iokanaán, has sido el único hombre a quien he amado. Todos los demás hombres me repugnan. Pero tú eras hermoso. Tu cuerpo era una columna de marfil que se alzaba sobre un zócalo de plata. Era un jardín poblado de palomas y de lirios de plata. Era una torre de plata guarnecida de escudos de marfil. Nada en el mundo era tan blanco como tu cuerpo. Nada en el mundo era tan negro como tus cabellos. Nada en el mundo era tan rojo como tu boca. Tu voz era un incensario que esparcía extraños perfumes y cuando te miraba oía una extraña música. ¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Iokanaán?
|