Nickolas Butler
Lyle nunca se había sentido muy predispuesto a seguir a nadie. Era cierto que había acudido a la iglesia durante décadas, pero nunca de forma reverente, sino más bien como uno va a correos o a la gasolinera, como parte de una actividad rutinaria. Tampoco le interesaba la política; había vivido lo suficiente para ver cómo todos los políticos que había admirado alguna vez se convertían en una decepción miserable, cuando no directamente en mentirosos. Y, por lo que a él respectaba, la religión no era mucho mejor —quizá peor, incluso, si hablaba con franqueza—,
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