El valle oscuro de María Andrea Tomé
Sus ojos estaban hinchados, rojos, y en sus mejillas podían adivinarse los regueros de sal de las lágrimas. Pero seguía ardiendo y brillando y seguía sin importarle demasiado que yo fuese buraku, porque enseguida me invitó a entrar y me abrazó y me besó como si la guerra estuviese ya en nuestra puerta. |