Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar
Las reglas del juego: aprenderlo todo, leerlo todo, informarse de todo, y, simultáneamente, adaptar a nuestro fin los Ejercicios de Ignacio de Loyola o el método del asceta hindú que se esfuerza, a lo largo de años, en visualizar con un poco más de exactitud la imagen que construye en su imaginación. Rastrear a través de millares de fichas la actualidad de los hechos; tratar de reintegrar a esos rostros de piedra su movilidad, su flexibilidad viviente. Cuando dos textos, dos afirmaciones, dos ideas se oponen, esforzarse en conciliarlas más que en anular la una por medio de la otra; ver en ellas dos facetas diferentes, dos estados sucesivos del mismo hecho, una realidad convincente porque es compleja, humana porque es múltiple. Tratar de leer un texto del siglo II con los ojos, el alma y los sentimientos del siglo II; bañarlo en esa agua-madre que son los hechos contemporáneos; separar, si es posible, todas las ideas, todos los sentimientos acumulados en estratos sucesivos entre aquellas gentes y nosotros. Servirse, no obstante, pero prudentemente, a título de estudios preparatorios, de las posibilidades de acercamiento o de comprobación, de perspectivas nuevas elaboradas poco a poco por tantos siglos o acontecimientos que nos separan de ese texto, de ese suceso, de ese hombre; utilizarlos en alguna manera como hitos en la ruta de regreso hacia un momento determinado en el tiempo. Deshacerse de las sombras que se llevan con uno mismo, impedir que el vaho de un aliento empañe la superficie del espejo; atender sólo a lo más duradero, a lo más esencial que hay en nosotros, en las emociones de los sentidos o en las operaciones del espíritu, como puntos de contacto con esos hombres que, como nosotros, comieron aceitunas, bebieron vino, se embadurnaron los dedos con miel, lucharon contra el viento despiadado y la lluvia enceguecedora y buscaron en verano la sombra de un plátano y gozaron, pensaron, envejecieron y murieron.
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