La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro
Quién, Dios mío, quién comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla laboriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad. Cuántas horas de una vida, a cuya seducción he sido tan sensible, he tenido que sacrificar por alinear una palabra tras otra, sin ninguna esperanza de recompensa ni de éxito, atento sólo al veredicto de mi propia conciencia, sin otro premio tal vez que la satisfacción de haber obrado bien. Así, escribir bien es un acto profundamente moral donde estética y ética se confunden.
|