El sabor de las penas de Jude Morgan
—He oído a la señorita Wooler hablándole de ti a la señorita Catherine, Charlotte, y la ha dicho que eres brillante. (…) —Lo eres, y eso es una gran ventana en este mundo, donde las mujeres prescindibles tenemos que dar con una forma de vivir que valga la pena. No, Ellen, no hagas aspavientos: somos prescindibles. Y no nos dejan recurrir a muchas armas. Quizá lo mejor sea tener dinero y, si no, inteligencia. Es mucho mejor que la belleza. —Que a mí me falta —dijo Charlotte como si nada. —Eso es —continuó Mary vigorosamente, descortezando un palo para hacerse un bastón—. Las mujeres que sólo se valen de su belleza no se hacen ningún favor a sí mimas ni a las demás mujeres… —siguió argumentando mientras azotaba las ramas y alborotaba a los grajos posados en los árboles, que graznaban con desdén, y Ellen redoblaba la suave presión sobre el brazo de Charlotte. No, no le hizo falta correr al espejo esa noche para buscar angustiada una confirmación o una refutación. A fin de cuentas, siempre había sabido que era más menuda y escurrida que las otras niñas, que su piel no tenía la misma frescura, que era la única que evitaba poner una ancha sonrisa para que no se le vieran los dientes disparejos. Ya lo sabía. Pero el saber viste distintos disfraces. Saber en la calma de la salita de tu casa que eres del montón (fea, llámalo por su nombre) no es lo mismo que te lo digan. La puerta se abre de golpe y el dato desagradable se desploma hacia fuera como un cadáver escondido. |