Marca de agua de
Joseph Brodsky
El ojo adquiere en esta ciudad una autonomía similar a la de la lágrima. La única diferencia es que no se separa del cuerpo, sino que lo subordina totalmente. Pasado un tiempo -al tercero o cuarto día aquí-, el cuerpo empieza a considerarse a sí mismo tan sólo como el portador del ojo, como una especie de submarino a su periscopio ora dilatado, ora estrábico. De más está decir que, pese a todos sus objetivos, se perjudica invariablemente a sí mismo con sus explosiones: es nuestro corazón, nuestra mente, lo que se hunde. Ello, por supuesto, se debe a la topografía local, a las calles -estrechas, sinuosas como anguilas- que finalmente llevan al encuentro de un campo con una catedral en medio, recubierta de santos y haciendo gala de sus cúpulas como medusas. No importa el motivo por el que uno crea salir de casa aquí, tiene que perderse en esos largos, espiralados callejones y pasajes que seducen la mirada y la llevan a perderse en ellos, a seguirlos hasta su elusivo final, que generalmente da al agua (...)
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