El imperio del vampiro de Jay Kristoff
Pero aquello no era solo una canción. Era un hechizo. Que empezó con el rasgueo de cuerdas en espiral de un estribillo melancólico y que no tardó en ponerme los pelos de punta y en desarmarme por completo. Nunca había oído una canción semejante, capaz de hacer llorar a las piedras y de detener el viento para que este no se perdiera ni una sola de sus delicadas y conmovedoras notas. Era una canción de dolor y de anhelo, de exceso y carencia a la vez, que subía y te arrastraba a subir con ella mientras proclamaba -sin necesidad de la lengua de un hombre ni de algo tan débil como las palabras- una verdad indecible. Una esfera dulce y lastimera, como la curva perlada de las alas de los ángeles, fue subiendo in crescendo para después bajar con suavidad hasta regresar a esas mismas notas cálidas como ascuas del principio. Susurrantes, casi inaudibles, que te besaban la frente con sus labios sedosos y te decían que, aunque todo tiene un final y por ende esa oscuridad debía tenerlo también, ahora mismo, en este bendito y preciso instante, estabas vivo y respirando. |