El caso de Henry Roth y de “Llámalo sueño”, su primera novela, es realmente curiosa. La novela se publicó en 1934 y, aunque llamó la atención de algunos críticos, comercialmente pasó prácticamente inadvertida. No fue hasta su reedición, ¡30 años después!, que la novela fue aclamada extensamente por crítica y púbico. Ahora es considerada un clásico y el germen de toda la literatura judío-norteamericana posterior. Aun así, el autor no volvió a publicar nada hasta los años noventa, poco antes de su muerte. En nuestro país, posiblemente sea esta la más desconocida de las grandes novelas norteamericanas. No se publicó hasta 1990, lo que en buena parte se debió seguramente a la enorme dificultad que entrañaba su traducción. Miguel Sáenz fue el encargado de tan ardua tarea y, aunque él considere este trabajo como un relativo fracaso, se trata de Miguel Sáenz, el traductor de Döblin, Sebald o Bernhard, la novela mantiene su grandeza e interés. Henry Roth hace aquí un retrato intenso y desgarrado del choque cultural que sufrieron los emigrantes judíos a su llegada a la supuesta tierra de la esperanza y las oportunidades, unos Estados Unidos caracterizados en sus barrios pobres por la mescolanza de gentes llegadas de todas las partes del mundo. El lenguaje de la novela es un inglés plagado de términos yidis y malhablado por los diversos acentos de los países de procedencia. Si esto ya debió de ser una locura plasmarlo en su idioma, no podemos hacernos una idea de lo que tuvo que ser trasladarlo al castellano. Pero es que la cosa se complica aún más. Numerosos pasajes a lo largo y ancho de la novela están narrados en modo de corriente de conciencia (el autor era un ferviente admirador de Joyce, con quién esta novela siempre estará en deuda). “Uno puede preguntarse mil veces por qué vive, y no morir sin embargo” La obra nos cuenta, desde el punto de vista del protagonista y permutando entre la tercera y la primera persona, entre el lirismo en la descripción del entorno, la dureza de los diálogos y el exabrupto grotesco de las discusiones familiares, el transcurrir de la vida de David, un niño judío y pobre de siete u ocho años, en un barrio marginal de Nueva York a principios del siglo XX. David vive entre la inmensa felicidad que le proporciona la cercanía de su madre, el arquetipo de mujer judía, protectora, servicial y amantísima madre, y el miedo paralizante que le provocan los continuos brotes de cólera de su padre, un ser orgulloso, inseguro, de los que van por la calle buscando gestos de burla en aquellos con los que se cruza, incapaz de mantener un trabajo más allá de unos pocos días y atormentado por una sospecha. Como ya habrán podido deducir, no es la infancia de David el paraíso despreocupado y feliz que muchos añoran (lo que prueba lo poco fiable que es la memoria), sino una pesadilla de temores, silencios, incomprensiones y ocultaciones, con el pecado y la culpa siempre presentes (es realmente llamativo el lugar que ocupa la sexualidad, para bien y casi siempre para mal, en las novelas de los autores judíos), donde se huye de los goyim como si fueran apestados, y donde la pandilla de amigos, en lugar de ser un refugio, es un grupo jerarquizado siempre predispuesto a la burla y a la humillación pública. Un mundo que choca frontalmente con el carácter hipersensible y miedoso del chico que, con una poderosa imaginación, no tomará siempre las mejores decisiones, entretejiendo así los hilos del drama familiar que estallará dramáticamente en sus capítulos finales. “Hubiera podido también llamarlo sueño. Solo yendo hacia el sueño cada pestañeo de sus párpados podría provocar una chispa en la nebulosa yesca de la oscuridad… Solo hacia el sueño tenían fuerza los oídos para recoger de nuevo y reunir el alarido estridente, la voz ronca, el grito de miedo, las campanas, el pesado aliento, el rugido de las multitudes y todos los sonidos que yacían fermentándose en las tinas del silencio y del pasado.” Una relectura que no se resiente del paso del tiempo. + Leer más |