Norte y Sur de Elizabeth Gaskell
Vio que los muchachos del fondo se inclinaban para sacarse los pesados zuecos de madera (el proyectil más a mano que podían encontrar). Entonces comprendió que sería el detonante y salió corriendo de la habitación con un grito que no oyó nadie, bajó las escaleras y se encontró (había alzado la gran barra de hierro con una fuerza imperiosa y había abierto la puerta de par en par) frente a aquel mar embravecido de hombres, lanzándoles dardos inflamados de reproche con la mirada. Vio que los zuecos seguían en las mismas manos, que los semblantes, tan malignos un segundo antes, eran ahora indecisos, como si se preguntaran qué significaba aquello. Porque ella se había interpuesto entre ellos y su enemigo. No podía hablar, pero tendió los brazos hacia ellos hasta que consiguió recobrar el aliento. —¡No empleen la violencia! ¡El es uno solo y ustedes son muchos! Pero sus palabras se extinguieron porque su voz no tenía tono; era sólo un susurro bronco. Él estaba a su lado; había salido de detrás de ella como si se sintiera celoso de que algo se interpusiera entre el peligro y él. —¡Márchense! —dijo ella una vez más (y ahora su voz fue como un grito) —. Han avisado a los soldados, llegarán en seguida. Váyanse pacíficamente. ¡Márchense! Sus quejas serán atendidas, sean cuales sean. —¿Enviarán de vuelta a los canallas irlandeses? —gritó alguien de la multitud en tono furioso y amenazante. —Nunca por orden vuestra — exclamó el señor Thornton. Y acto seguido se desencadenó la tormenta. El clamor y los gritos llenaron el aire, pero Margaret no los oía. Ella miraba fijamente al grupo de muchachos que se habían armado con los zuecos hacía un rato. Vio su ademán, comprendió lo que significaba, interpretó su propósito. Un segundo más y el señor Thornton podría estar muerto. Y ella le había instado y aguijoneado para que se pusiera en aquella peligrosa situación. En aquel momento sólo pensó cómo podía salvarle. Le echó los brazos al cuello, hizo de su cuerpo escudo entre él y la muchedumbre enfurecida. Inmóvil, con los brazos cruzados, él se zafó de ella. —Márchese —le dijo, con su voz grave—. Éste no es lugar para usted. —¡Sí lo es! —dijo ella—. Usted no ha visto lo que yo. Estaba muy equivocada si pensaba que el hecho de ser mujer la protegería, si al dar la espalda con ojos entrecerrados a la terrible cólera de aquellos hombres abrigaba alguna esperanza de que antes de que volviera a mirar se habrían parado a reflexionar y habrían desaparecido sigilosamente. Su pasión insensata los había llevado demasiado lejos para detenerse, al menos había llevado demasiado lejos a algunos; porque siempre son los muchachos salvajes, con su amor por el entusiasmo cruel, quienes dirigen los motines, insensibles al derramamiento de sangre que puedan causar. Un zueco surcó el aire con un silbido. Margaret observó fascinada su curso. No alcanzó su objetivo y ella se asustó, pero no se movió, limitándose a ocultar la cabeza en el brazo del señor Thornton. Luego se volvió y habló de nuevo: —¡Por amor de Dios! No perjudiquen su causa con esta violencia. No saben lo que hacen. —Se esforzó para que sus palabras fueran nítidas. Una piedra afilada pasó rozándole la frente y la mejilla y corrió una cortina de luz cegadora delante de sus ojos. Cayó como muerta en el hombro del señor Thornton. Él descruzó entonces los brazos y la sujetó rodeándola con uno un instante. |