“Solo no tener dinero es de peor gusto que hablar de él, con la gloriosa excepción de la de ser aburrido. El éxito de un comentario inteligente compensa sobradamente la molestia de perder un amigo. Nada supera el éxtasis que proporciona la sensación de poder sobre cosas y personas. La amoralidad es como un buen traje, no sienta bien a cualquiera.” Después de la enésima sonrisa que se nos escapa ante los despiadados comentarios y aforismos que esta novela atesora, cómo no comprender la fascinación que en algunas personas puedan despertar snobs hijos de la gran p... como David, el padre de Patrick, nuestro protagonista, aunque estas personas sean desagradables bobalicones como Nicholas o trepas siempre dispuestos a su poquito de humillación como Víctor. Mucho menos difícil me sería comprender que a todos ustedes, como a mí, les entrasen ganas de estrujarle sus atrofiados dedos de la mano para obligarle a ponerse de rodillas hasta pedirnos clemencia. Ni el saberle dentro de la siempre prestigiosa liga de los perdedores, ni el sufrimiento interno y externo que preside su día a día, día tras día, sea despierto o dormido, ni saber que él es más consciente que nadie de ser el único causante de ese sufrimiento, nos inclina a la misericordia. Y es que la novela tiene mucho morbo: pedofilia, alcoholismo, drogadicción, adulterio, violación, crueldad, sumisión, maternidad culpable (compensada con una caridad ONGística)... Pero la novela está lejos de tener como principal atractivo ese morbo. Nada de esto serviría si no estuviera contado con elegancia, con un afilado cinismo, con un agudo humor, con una maestría incuestionable en la puesta en escena de episodios desagradables, y no estuviera plagado de sus agudas lucubraciones filosóficas. Una de ellas (clave para entender algo del desenlace de la tercera parte de la trilogía), es la conversación acerca de una propuesta del filósofo John Locke. A saber, que una persona que llega a olvidar sus acciones es una persona diferente de aquella que las realizó y, por tanto, no merece castigo alguno. Hipótesis cuestionada por el padre con el argumento de que justamente son los que olvidan los que merecen el castigo porque los que lo recuerdan ya están suficientemente castigados. Toda una cruel delicia, léanla. + Leer más |