Transbordo en Moscú de Eduardo Mendoza
A todo lo que acabo de decir, permítanme añadir un ruego. Todos los muertos se llevan sus secretos a la tumba. Si los seres humanos somos siempre un enigma para los demás, en el caso de los muertos el enigma es definitivo: nunca podremos conocer sus ideas y sus sentimientos. Yo quisiera que aceptáramos ese hecho incontrovertible y fuéramos generosos: no les arrebatemos el único derecho que les queda. Es habitual decir que nos difuntos siguen viviendo en la memoria de los vivos. No es verdad. Sólo guardamos una visión esquemática que reduce sus vidas a media docena de instantáneas borrosas en las que el protagonista es el que recuerda y no el recordado. Si los recordamos en su momento de plenitud, al verlos ahora de cuerpo presente, pensaremos que vivieron con el único objeto de darnos una lección moral. No caigamos en esta trampa inicua. Olvidemos a la madre amorosa que cuidaba nuestros sarampiones y a la entrañable viejecita desorientada. Mi madre no fue eso. Nadie lo es. Olvidémonos de estas reliquias asquerosas. Un muerto tiene derecho a su vida pasada tal como fue, no tal como nosotros la pintamos. Y si al morir hasta eso se pierde, lo mismo da.
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