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La corte de los espejos de Concepción Perea
Marsias olía a musgo y a tierra mojada, a animal libre. Su vestimenta, hiciera calor o frío, siempre consistía en dos únicas prendas: un taparrabos enrollado a la cintura, de cuya parte delantera colgaba una pieza de tela que le llegaba a las rodillas y que por atrás estaba abierta para que asomara su cola; y otra prenda aún más sencilla: una eterna y acogedora sonrisa. (...) Cuando Marsias tocaba, el mundo dejaba de existir. Podía hacerte sentir lo que quisiera, podía ponerte a bailar o arrancarte un mar de lágrimas. Sólo tenía que tejer la música adecuada.
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