Una incómoda convalecencia postquirúrgica genera un efervescente repaso a un doloroso presente inquietante, aderezado de errores pasados, angustias y temores, sensaciones e incomodidad, y al perenne influjo de la Rubia, porque el protagonista, narrador en primera persona cual autoficción, dice que "mezclo recuerdos con ensoñaciones con delirios con autocompasión". Una crítica sutil (con trazas kafkianas) de nuestra vanidad cognitiva, la fragilidad de las respuestas absolutas, la asfixia moral, las infinitas galerías de la imaginación, una laboriosa álgebra del lenguaje, una espiral vertiginosa cuyas principales burbujas son el asombro y el desconcierto de un protagonista que transita por su cuerpo, por la habitación y la puebla de fantasmas, explora el alma de sus recuerdos y de sus propios confines entre las dudas y las vacilaciones sobre la realidad del relato narrado, que corroen las certidumbres. No obstante, el problema del texto es que no hay un conflicto que haga progresar la acción, que facilite que el lector tenga un motivo para seguir leyendo, para pasar a la página siguiente y no encontrar más que una mera acumulación de devaneos mentales, que no atrapa y termina por no seducir. A veces, la oscuridad no es sinónimo de seducción, tampoco el inicio in media res ni los constantes saltos temporales son suficientes para sostener sin desmayos 140 páginas de una obra singular (literatura selfie al decir del ensayista Wilfrido Corral), en la que, en el fondo, el protagonista solo quiere salvarse de sí mismo. + Leer más |