El pastel de manzana de Nathalie de Carla Montero
Nathalie sonrió, regalándole sin saberlo lo que Paul en realidad más anhelaba. Y es que ella ignoraba que aquello que el muchacho se detenía a observar cada mañana a las ocho en punto, coincidiendo con el tañido de las campanas de la iglesia justo en la misma plaza, no era el pastel de manzana de Nathalie, sino su sonrisa; aquella sonrisa rosada, velada de vapor de caramelo, necesariamente dulce; aquella sonrisa, simplemente una sonrisa… cuando hacía tanto, tanto tiempo que nadie le sonreía.
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