La tierra en llamas de Bernard Cornwell
Era Stiorra, mi hija, que se me vino encima, echándome los brazos, el cuello, rodeándome la cintura con las piernas. Me alegré de que estuviera lloviendo, de lo contrario, la monja habría podido tomar por lágrimas las gotas que me corrían por la cara, como así era en realidad. -Sabía que vendrías- exclamó muy orgullosa -, lo sabía, lo sabía. |