La iglesia de Alberto Caliani
Jiménez metió la mano en el bolsillo y sacó un blíster de Almax. Le ofreció uno al padre Ernesto, pero este lo rechazó. Se metió dos en la boca y los masticó como si fueran cacahuetes. —El día menos pensado las inritaciones acabarán conmigo —se lamentó—, y si no lo hacen las inritaciones, lo harán las medicinas. Por la mañana me tomo un antidepresivo, para no suicidarme; luego un ansiolítico, para no matar a mi mujer, luego la de la tensión, para no morirme; a mediodía la del colesterol y la del azúcar, para comer lo que me salga del nabo. ¡Ah, me olvidaba del Omeprazol! Esa es para que no me reviente el estómago con toda la mierda que me meto. Una vez me despisté y me comí las pastillas del perro, padre, así ando... Lo último que le apetecía al padre . Ernesto era reírse, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Aquel tipo era todo un personaje. En cuanto se sintió mejor de sus ardores de estómago, Jiménez continuó elogiando a su ciudad. |