La iglesia de Alberto Caliani
—No me jodas... —pronunció en voz alta, dando un trago a su bebida. Cabían dos posibilidades: la primera, la más normal, que se tratara de una pareidolia; la segunda, que fuera la señal de SOS de un antiguo fresco abriéndose paso a través de la pintura vieja. Esta última opción se le antojó emocionante. Se acercó un poco más al monitor, intentando adivinar alguna forma reconocible en la mancha. De pronto, la fotografía cobró vida, como si se hubiera transformado en un vídeo. Parpadeó tres veces ante la hipnótica danza de píxeles, pero esta no se detuvo. Maite recordó aquella vez que probó un trippy en los ochenta, y cómo los alicatados de los baños fluctuaban en un espectáculo psicodélico fascinante bajo el influjo del LSD. Lo que veía ahora en pantalla era algo muy parecido, hasta que la mancha se retorció hasta formar una frase legible:
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