La poesía es un revólver apuntando al corazón

Llegas a casa a las cuatro y te miras en el espejo del ascensor. El rímmel corrido y los ojos rojos. Te duelen los pies. ¿Por qué sigues saliendo con tacones? ¿Por qué sigues saliendo sin más? Tantos años maquillando la realidad para colocarla bajo las luces de neón y, cada amanecer, sentada en el suelo del baño, vas quitándote el disfraz hasta dejar solo la poesía. ¿O serán versos también esos borrones negros que salpican las baldosas? Discos, que un día fueron trozos de nube, y que ahora guardan pedazos de historias que se desdibujan en el tiempo.

El tío eterno, que lleva veinte años, intentado ligar en la cola del baño de las chicas, que fingen conocerse o bucean en sus teléfonos. Un beso robado en la esquina del bar por un hombre con el que no comerás el domingo. Y las lágrimas que derramas, hacia dentro o hacia fuera, por lo que tuviste, perdiste, quisiste, detestas, anhelas o no sabes si nunca será. Todo es real, la música atronadora, el calor de los cuerpos que se mueven acompañados. Todo, salvo tú. Con tu vestido de satén a juego con los labios rojos, te sientes pura mentira repetida, que por viajar de boca en boca, se proyecta realidad.

Y aquí estás de nuevo, esperando los mensajes de que todas han llegado bien, mientras te llevas a la cama al maestro del realismo sucio, Roger Wolfe, que te susurra al oído que La poesía es un revólver apuntando al corazón (2019). Y tú, cierras los ojos y te preparas para recibir la primera bala.
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