Malasanta

Malasanta vino al mundo en un burdel. Su madre, llena de cuchilladas por dentro y por fuera, le dio la única vida que pudo obtener.
de niña jugaba a permanecer callada tras su biombo, muda ante las escenas de cama que nadie habría querido presenciar.
Hubo un momento, cuando solo contaba catorce años, en el que creyó que lograría escapar del destino que se le impuso. Conoció la ternura y el placer, los sueños y algo mucho más importante: que los que no tienen nada suelen compartirlo todo con los que dan amor.
Pero el amor no mueve el mundo; el suyo, al menos, no. Su mundo lo mueve el dinero, la falta de escrúpulos, la esclavitud. Por eso Malasanta se aferra a lo único que le queda: su sueño. Ese en el que los peces nunca mueren del todo sino que resucitan del otro lado de la cañería donde son arrojados como lo fueron aquellos hermanos suyos que no llegaron a ver la vida.
Cuando esos peces despiertan de nuevo, libres al fin, no encuentran techo ni suelo de cristal. Solamente ven la luz que se filtra desde lo más alto. Y se dedican, durante toda la eternidad, a nadar.