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Crítica de Guille63


Guille63
07 March 2023
“Sólo se ama aquello en lo que se persigue algo inaccesible, sólo se ama lo que no se posee.”

Qué atractiva es en la distancia de la literatura la figura de Marcel, más fascinante cuanto más odioso se empeña en retratarse y más cuanto más seguros estamos de que el retrato es fidedigno. Compadezcámonos de él porque es una forma de compadecernos de nosotros mismos.

En esta tragicomedia que es “La prisionera” el amor solo puedo significar dolor. Únicamente se puede amar aquello que no se alcanza, aquello que se escapa sin remedio y es ese algo lo que, paradójicamente, angustia a Marcel, lo que le hace dudar, lo que le deja patente que por mucho que llegue a poseer el cuerpo de su amada nunca podrá ser el señor de sus pensamientos. Podrá mantenerla prisionera, pero nunca podrá saber con seguridad absoluta si Albertine desea su cautiverio, si cuando su mirada queda presa de un objeto cualquiera no es porque esté añorando otras compañías, otros placeres quizás prohibidos y por los que podría ser abandonado.

“Habría que escoger entre dejar de sufrir o dejar de amar. Pues así como al principio está formado por el deseo, más tarde el amor sólo es mantenido por la ansiedad dolorosa. Sentía que una parte de la vida de Albertine se me escapaba. El amor, en la ansiedad dolorosa lo mismo que en el deseo feliz, es la exigencia de un todo. No nace, no subsiste si no queda una parte por conquistar. Sólo se ama lo que no se posee por entero.”

Marcel pasa sus días postrado en la cama, disfrutando de los goces de la soledad, de la intensidad con la que es capaz de evocar sus recuerdos, multiplicando por mil sus efectos al fusionarlos con la contemplación de una lámina o la audición de una música querida. También eran para él un precioso objeto de contemplación las muchachas que pasaban ante la ventana de su habitación, una lavandera con su cesto de ropa, una panadera con su mandil azul, una lechera con peto y mangas de tela blanca, una altiva muchacha rubia siguiendo a su institutriz. Pero, sobre todo, su postración le permitía disimular una debilidad mayor a la real por evitar los paseos parisinos con Albertine y morir de celos a cada movimiento de sus ojos. Un tormento que se agranda hasta el infinito debido a que él mismo proyecta en ella su “propio deseo perpetuo de agradar a nuevas mujeres, de esbozar nuevas aventuras”. Se obsesiona por repensar el pasado en busca de pistas que le confirmen sus miedos, por rumiar todas las conversaciones que con ella mantiene rastreando contradicciones, deslices, confesiones no intencionadas, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, como el que no puede evitar pasar la lengua por la muela cariada, hasta desesperarse él y exasperar a sus lectores con una cantinela repetida mil veces. Y así, quizás, era él el más cautivo, el más esclavo, aunque su martirio estuviera perversamente atenuado por la seguridad de que Albertine padecía cruelmente su situación y porque bajo su sumisión privaba de sus placeres a todos los demás hombres.

“Los celos son también un demonio que no puede exorcizarse, y siempre reaparece encarnado bajo una forma nueva. Y aunque consigamos exterminarlos todos y conservar perpetuamente a nuestro lado a la que amamos, el Espíritu del Mal asumiría entonces otra forma, todavía más patética: la desesperación de haber obtenido la fidelidad sólo por la fuerza, por la desesperación de no ser amado.”

Resultan conmovedoras y patéticas sus congojas, sus sospechas, al mismo tiempo que se obstina en convencernos de que ha dejado de amar. Su deseo oscila, de este modo, entre la necesidad de mantenerla a su lado cuando la cree perdida y la de abandonarla en cuanto recupera la calma, entre su visión de la Albertine de Balbec, que le inspiraba amor porque le hacía sufrir, y esta esclava, dócil y aburrida de la que le gustaría liberarse.

“No es que no me permitiera experimentar muchas alegrías de las que el dolor intenso me había privado, pero, lejos de debérselas a Albertine, quien, por lo demás, apenas me parecía ya hermosa y con la cual me aburría, a la que tenía la clara sensación de haber dejado de amar, las saboreaba, al contrario, cuando Albertine no estaba a mi lado.”

Y uno llega a pensar si todos esos celos, todo ese amor que dice sentir y, al momento, no sentir, no se reducirá a un horror insuperable a ser abandonado, a volver a sentir esa indignación que le embargaba en el pasado cuando su madre se alejaba de su cama sin darle las buenas noches o cuando le despedía en la estación de tren.


Por lo demás, me alegré mucho de que en este tomo, ya uno de mis favoritos, Marcel no volviera a abrumarnos con sus largas incursiones en los salones parisinos, aunque en su cierta dosis tales reuniones sean encantadoramente aborrecibles y ésta a la que asiste en casa de los Verdurin no le sobre ni una coma, dando pie, además, a magníficos comentarios sobre el arte y los artistas y en dónde asistimos a algo así como a una epifanía de Marcel.

“Había podido llegar hasta mí la extraña llamada que ya nunca dejaría de oír, como la promesa de que existía algo distinto- cuya realización dependía probablemente del arte- de la nada que había encontrado en todos los placeres y en el amor mismo, y de que si mi vida me parecía tan vana, al menos no estaba enteramente acabada.”

Aun así, son más de mi gusto sus elucubraciones en soledad, sus pensamientos, sus particulares sensaciones, aunque versen simplemente sobre su fetichismo por los vestidos de mujer o los gritos de los vendedores callejeros. Me es realmente fascinante cuando saca a trabajar su bisturí emocional y nos muestra toda la sangre y pus que brota de los modos y maneras de la sociedad que le rodea y de él mismo. Roza la perversión esta satisfacción que obtenemos de sus comentarios acerca de, por ejemplo, la decepción que se siente ante la dama virtuosa que a poco se convierte en una lúbrica Furia o, por el contrario, el desengaño ante la que nos confiesa aliviada que su dureza y agresividad no es más que una barrera construida alrededor de su profunda timidez; el sufrimiento que nos confiere la carta no recibida de la mujer que abandonamos y que hemos vuelto a amar a causa precisamente de ese desplante epistolar; la rara aritmética de algunos deseos cuya satisfacción conjunta hace disminuir el placer que habríamos obtenido de cada uno de ellos por separado; lo poco que queda a veces del amor cuando este se disocia de las circunstancias que lo rodean; la extraña inclinación a sustituir con inocentes mentiras verdades igualmente inocentes; la vileza de hacer oídos sordos a la muerte de un familiar o conocido por no arruinar la velada prevista; lo mucho que la pertenencia a nuestra especie explica nuestros actos (“obramos a ciegas, pero eligiendo como los animales la planta que nos resulta favorable… todo ocurre como si entráramos en ella (la vida) con un fardo de obligaciones contraídas en una vida anterior”); en fin, la gran alegría que procura la posesión en cuerpo y alma de una mujer, mayor aún que la del propio amor.

“Su sueño realizaba en cierta medida la posibilidad del amor; estando solo, podía pensar en ella, pero me faltaba, no la poseía. Presente ella, le hablaba, pero me encontraba demasiado ausente de mí mismo para poder pensar. Cuando ella dormía, ya no tenía yo que hablar, sabía que ya no me miraba, ya no tenía yo necesidad de vivir en la superficie de mí mismo. al cerrar los ojos, al perder la consciencia, Albertine se había despojado, uno tras otro, de sus diferentes caracteres de humanidad que me habían decepcionado desde el día en que la había conocido.”
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