El cuaderno gris

Pla nació viejo, con la boina calada y el cigarrillo de caldo entre los dedos. No es de extrañar, pues, las amistades que gustaba frecuentar ni las aficiones a las que se sentía inclinado o esa tendencia melancólica hacia el recuerdo que recorre estas páginas escritas cuando contaba poco más de 20 años, aunque revisadas mucho más tarde.

Pla es también un hedonista que, cómo Goethe, muy admirado por el autor, era proclive a evadir los partos de las amigas y las agonías y entierros de sus amigos. Un egoísta nauseabundo e infecto, por utilizar sus propias palabras, pero dotado de una aguda sensibilidad, capaz de llegar al éxtasis únicamente con el ligero sonido de las olas al alcanzar plácidamente la playa, o con el delicado aroma de las acacias en flor, o con el muslo de una señora visto al trasluz de una sedosa falda, o con la contemplación de la suave línea curvilínea que forman unas montañas lejanas, o saboreando las cerezas ligeramente picadas por algún pajarillo. Aunque quizá la palabra éxtasis sea demasiado feroz y exaltada para Pla, más inclinado a la digestión ligera a la sombra de las barcas o a saborear las pintorescas expresiones y conversaciones de sus paisanos, que son, para mí, lo mejor del libro.

Siendo unos diarios que ocupan más de 800 páginas, hay abundancia de temas, no todos del mismo interés, algunos carentes totalmente de él, pero todos tratados con una prosa elegante que permite sobrellevar razonablemente bien la personalidad del autor, no siempre simpática ni admirable, y resguardarnos convenientemente de todos esos vientos que soplan, ya sea el gregal, el siroco, el garbí o el terral.