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“Nadie nos mira” es una primera novela, tan propicias a los excesos inútiles, a introducirse en campos literarios en los que es muy fácil traspasar la línea roja tras la cual todo se convierte en algo afectado, forzado, artificial, en definitiva, en algo falso, por lo que sorprende que consiga eso tan difícil que es mantener el preciso y difícil equilibrio que esta arriesgada literatura por la que apuesta requiere. Una literatura que transita por el territorio Rulfo, que trasciende los límites de la realidad, que describe un mundo detenido en el tiempo, confinado en un espacio limitado pero completo y global, en el que las personas parecen deslizarse hacia su destino fatal de un modo exasperantemente resignado, animal; un mundo donde abundan esos seres que “sin saberlo, saben muchas cosas”, en los que los sentimientos y las emociones se nos aparecen como si no hubieran adquirido aun la forma definitiva que ahora conocemos y que se nos antoja más impura. El mundo de “Nadie nos mira” es de esos que damos en llamar del realismo mágico, en el que existen voces sin cuerpo, diablos, gigantes y matusalenes; un mundo donde la naturaleza se desborda inclemente sobre las personas, donde la corteza de la civilización todavía no ha sabido cubrir, ni para lo bueno ni para lo malo, la animalidad de nuestra esencia, pero un mundo en el que ya se ha cumplido y establecido la maldición de las diferencias -caín y abel, ricos y pobres-, diferencias inmutables que repetirán sus derrotas y sus victorias generación tras generación en un círculo sin fin. El estilo de Peixoto, muy devoto de Faulkner o Lobo Antunes, es desgarrado, lírico, alegórico, abundante en imágenes y metáforas. Todo se encuentra revestido de una triste belleza en un tiempo no lineal en el que distintas voces se entremezclan en disparos sinuosos que acaban por dar en el blanco; una literatura exigente con el lector pero, de igual forma, agradecida, de las que obligan, como ninguna otra, a hacer del libro algo nuestro. |
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