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He leído como tres o cuatro veces esta obra -es muy fácil leer a Miller, lo cual tiene su mérito tratándose de teatro- y, aunque sigo disfrutándola, cada vez le encuentro más pegas. Miller es un moralista estricto y yo me voy haciendo cada vez más blandito, más comprensivo con nuestras miserias, más indulgente con los pecados que todos cometemos con tanta frecuencia, y más a disgusto con las reacciones extremas que en las obras de Miller tienen los “buenos” frente a los “malos”. Ahora que he leído una buena parte de su teatro en la edición que sacó Tusquets, “Teatro reunido”, y posiblemente porque andamos todos más sensibles con el tema, por fin, me llama poderosamente la atención el papel que juega la mujer en sus obras. Por supuesto, eran otros tiempos, pero choca bastante el ensalzamiento del papel de esposa sacrificada, sufrida, que profesa un amor incondicional al marido atribulado, al que todo se le perdona, aunque ello suponga negar la realidad y su anulación como persona, cuando no son simples comparsas, meros objetos de deseo, de tentación e incluso de perdición. |
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