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Paula Melchor reivindica la importancia del pan, porque las palabras están hechas de pan y jengibre. Ese pan que se mastica en silencio, por las mañanas en las que el cuerpo duele; ese pan que la noche de antes se quedó fuera, en la encimera, junto a todas esas tazas sin nombre con manchas secas; ese pan que son palabras que se mastican en silencio, como los desayunos que se pasan en silencio mirándose siendo bolas de migajón y corteza y saliva. Y el cuerpo es pan, y los dedos se mastican como nueces, y el estómago grita mientras huele el café. Paula Melchor intenta, y consigue, crear concordancia entre la palabra y el pan, y la carne de la fruta, y las nueces, y las patatas, sí, las patatas, las patatas por las que el sol se expande. Y relaciona el hambre, ese primer instinto humano, con los orígenes, con el lugar en el que nos caímos de pequeñas o donde descubrimos que nuestro plato favorito son las lentejas de la abuela. El hambre y el amor nacen en casa, esa casa a la que volvemos arrastrando los pies después de vivir en ciudades grandes y despersonalizadas, en sociedades solitarias y deshumanizadas. Volver a esa casa en la que no pasamos hambre porque mamá nos alimenta, porque ahí siempre hay pan para aliviar las penas. Paula Melchor escribe sobre el hambre de afectos, sobre el (des)amor rodeado del rugido de las tripas. Abre el lenguaje como si fuera la piel del higo, lo estruja entre sus manos, deja caer su jugo y hace nacer el deseo. Todas tenemos hambre y todas necesitamos amor. Mi amor pasa por el estómago, pasa por las cenas sin saber qué comer y los desayunos masticando pan con olor a café. Mi amor tiene tanta hambre que devoraría, y a veces hace daño porque por algún lado tiene que salir. Mi amor también señalaría nuestra casa y estaría contigo, compañero, tal y como dice Paula Melchor, hasta que se me cayeran las pestañas del frío. |
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