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Crítica de Camille


Camille
27 May 2021

“Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.”
(Antonio Machado)

Un chalet en una parcela en el campo. Una noche de final de verano. Cuatro familias disfrutando de una cena. O no. Unos mellizos. Una piscina. Un pantano. Pero eso, más tarde. Hormigas. Estos son los ingredientes.

Marcelo Luján comienza su narración con una escena aparentemente cotidiana. Pero hay algo en su prosa que nos hace estar en guardia, atentos. Intuimos que nada es normal en lo que nos está narrando, o no lo va a ser. Tres adolescentes sentados al borde de una piscina, mientras esos cuatro matrimonios están sentados de sobremesa. Su prosa es sobria, limpia, estilista pero sin adornos, con un manejo soberbio del tiempo, un control impecable de la postergación, pero sin trucos, sin sacar conejos de la chistera, sin efectismos. Frases cortas, que en más de una ocasión nos va a obligar a releerlas, porque de tan sencillo que lo hace no creemos lo que hemos leído. Pero sí, está escrito. Y si está escrito, es cierto.

“No fue la noche.
Ni el verano ni el hielo.
Ni los altos árboles que todo lo ven.
No. No fue nada de eso.”

Vamos enhebrando la historia con ese narrador que todo lo sabe, que todo lo ve. Que nos cuenta, mediante un juego perverso con el lector, lo que va a pasar pero no cómo va a suceder. Nos arrastra con saltos temporales continuos en la historia, hacia delante, hacia atrás, con el movimiento hipnótico de un péndulo. No podemos dejar de leer, porque no podemos dejar de saber. Luján es ese director de orquesta que hace sonar, a golpe de batuta, los violines de la canción de "The Kill", en una noche negra, sin estrellas. Metáfora de esa oscuridad en la que vaga uno de los personajes centrales, el origen de todo, la raíz profunda del dolor. A nadie le importa dónde aparecen los muertos.

Los personajes son marionetas en sus manos, a ellos les oculta los acontecimientos desde esa posición tan superior que ha elegido el narrador. Con nosotros, los lectores, establece una relación de adultos. Nos muestra el oficio del buen contador de historias, nos hace partícipes y deja que les acompañemos en esta historia que, lejos de ser fácil, es perturbadora, inquietante, desgraciada y abusiva. Donde la pérdida de la inocencia y el dolor de la pérdida sobreviven con una sexualidad depredadora y enfermiza.

“No fue la tarde.
Ni el pantano ni la culpa.
No. No fue nada de eso.
O tal vez haya sido todo.”

La inseguridad como un fantasma, perseguidor y tenaz, sin tregua. La culpa es como una deuda, como un ancla que todo lo hunde. Y ese subsuelo, real y metafórico. Las raíces que no se ven, bajo una fachada convencional, burguesa y acomodada. La maternidad como premio, como expiación, como castigo. Esa conexión visceral y umbilical que aprieta, que afloja, que ahoga, que late, que es eterna y es totalmente irracional. Presagios. A nadie le importa dónde aparecen los muertos.

Para leer estas historias he nacido yo. Cuando algo así cae en mis manos, solo puedo dar las gracias.
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