La memoria del metal

No es tan raro echar la vista atrás y pensar que todo aquello que vivimos, todo lo que hicimos o nos sucedió, era inevitable pues debía conducirnos a un momento y un lugar determinados. Destino, casualidad, sincronicidad… ¿Quién sabe? Hay un terreno pantanoso entre la filosofía, la psicología y la física cuántica. Algo difícil de entender y más aún de explicar; sobre todo si sentimos que estamos repitiendo patrones. Propios o de nuestros padres. Y es que podemos ser esclavos de la genética o víctimas del destino. Podemos creer en Dios, en el eterno retorno o en el karma, pero es muy difícil aseverar que tenemos la capacidad de controlar nuestras propias vidas. La justicia es demasiado ciega, la naturaleza disfruta desafiando los cálculos de probabilidad y si tememos a las pesadillas, es porque sabemos que podrían convertirse en realidad.

Lo raro (lo excepcional) es conseguir captar toda esta incertidumbre en una novela, atreverse a jugar con ella, e impregnarla del fatalismo propio del realismo más sucio y descarnado. Crear unos personajes tan dispares como magníficos y, con un planteamiento propio de la ciencia ficción más actual, evocar en nosotros una serie de imágenes y comportamientos que habíamos desterrado a un rincón apartado de nuestra memoria. Y, además, retratar a la perfección dos Españas, la de la mano dura de los sesenta y la que soñaba con despegar en los noventa, recordándonos que hay lugares donde la misma historia puede repetirse una y otra vez.

Gordillo es un gran escritor. Y lo es porque sabe “dirigir” al lector tan bien como a sus propios personajes. Porque sabe provocar reacciones viscerales en él, evitando que vea dónde lo está llevando. Y porque su prosa, directa, cruda, irónica y precisa, se convierte en una varita mágica capaz de dar homogeneidad y contexto a los elementos más dispares.

La memoria del metal es difícil de borrar. Poco puede alterarse cuando el espacio-tiempo se da el capricho de reiniciar la partida cada treinta años. ¿Recordáis la España del Seat 124? ¿La de los viejos carteles de Michelín? La novela oscila, con la exactitud de una progresión geométrica, entre una lluvia torrencial de 1962 y el calor extremo del verano del 91. Y lo hace sin saltarse ni un solo paso, hasta despejar todas las incógnitas que dan forma a un bucle infinito.

Si vais a los Pirineos, no paréis en la gasolinera de Críspulo. Allí os esperan un buscavidas, un boxeador, un astronauta, un ciego y un niño rico, pero esto no es un chiste. Tampoco una historia con final feliz. Es el retrato de un lugar desde el que no se puede escapar de la muerte, como no se puede escapar del destino.

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